VERDAD O CERTEZA



VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA

Frecuentemente se confunde la verdad  la certeza. Este último término sirve para designar el estado del espíritu que se cree en posesión de la verdad; no hay que hablar de la certeza de una proposición y si a la verdad o a la evidencia debe referirse: la certeza es un estado mental, por tanto podemos decir que es la convicción que tiene el espíritu de que los objetos son tal y como el ser humano los concibe. La simple certeza es una creencia, la verdad es un conocimiento, y antes de conocer una sola verdad la humanidad poseía muchas certezas.

La concepción de la verdad ha variado considerablemente en el curso de las edades. Para unos fue una identidad, para otros una utilidad, y una comodidad para otros. A los escépticos les parece simplemente un error irrefutable en un momento dado. Los diccionarios descubren claramente esas divergencias. Sus definiciones se limitan generalmente a considerar a la verdad como cualidad por la cual las cosas aparecen tales como ellas son, también representa la conformidad del pensamiento con la realidad, la Real Academia da una definición que compromete poco: “La verdad -dice- es la realidad de lo que es verdadero”. Si nos referimos luego a la palabra verdadero, vemos que lo verdadero representa “lo que es conforme a la verdad”. Tales explicaciones están visiblemente desprovistas de sentido real. Ganarían los diccionarios en exactitud y claridad si llamaran simplemente verdad a la idea que nosotros nos formamos de las cosas.

Las definiciones científicas son más modestas, pero también más precisas. El sabio, dejando aparte las realidades inaccesibles, considera toda verdad como una relación, generalmente mensurable, entre dos fenómenos, cuya esencia permanece ignorada. Han sido precisos no pocos siglos de reflexiones y de esfuerzos para llegar a esta fórmula. Esta es de aplicación a los conocimientos científicos, no a las creencias religiosas, políticas o morales. Estas por su origen afectivo, místico o colectivo, tienen como única base la adhesión que les prestan aquellos que las aceptan. Se las admite, ya por supuesta evidencia, ya porque las concepciones contrarias parecen inaceptables, o sobre todo, porque han obtenido el asentimiento universal, ese asentimiento que se considera como el solo criterio de las verdades que no son de naturaleza científica.

Los pragmáticos imaginan, sin embargo, haber descubierto en la utilidad un nuevo criterio de la verdad; y no es otra cosa que los que nosotros encontramos ventajoso en el orden de nuestro pensamiento, de igual manera que el bien es sencillamente lo que reputamos conveniente en el orden de nuestras acciones. Tal definición me parece apenas admisible. La utilidad y la verdad son nociones claramente distintas. Se puede aceptar lo que es útil, pero sin confundirlo por eso con la verdad.

En su evolución la verdad fue en otro tiempo inseparable de la fijeza. Las verdades constituían entidades inmutables independientes de los tiempos y de los hombres. Esa creencia de la inmutabilidad de las cosas y de las certezas que de esa inmutabilidad se derivaron reinó hasta el día en que los progresos de la ciencia las condenaron a desaparecer. La astronomía mostró que las estrellas, consideradas antes como inmóviles en el firmamento, corrían por espacio a una velocidad vertiginosa. La biología probó que las especies vivas, antes consideradas como invariables se transforman lentamente. El mismo átomo perdió su eternidad y vino a ser un agregado de fuerzas transitoriamente condesadas.

Antes tales resultados, el concepto de verdad se halla cada vez más vacilante, hasta el punto de parecer a muchos pensadores un concepto desprovisto de sentido real. Certezas religiosas, filosóficas, morales y científicas han ido desplomándose sucesivamente, no dejando en su lugar más que una sucesión continúa de cosas efímeras. Tal concepción parece eliminar enteramente la noción de las verdades fijas. Yo, juzgo, sin embargo, posible conciliar la idea de su carácter transitorio. Algunos ejemplos muy sencillos bastarán para justificar esta proposición. Es sabido que la fotografía reproduce el desplazamiento rápido de un cuerpo, ejemplo el de un caballo a galope, por medio de imágenes, cuya duración de la impresión es del orden de la centésima de segundo. La imagen así obtenida representa una fase de movimientos de una verdad absoluta, pero efímera. Absoluta durante un corto instante, pasa a ser falsa después. Es preciso reemplazarla, como hace el cine o el video, por otra imagen de valor tan absoluto como efímero. Esta comparación, modificando simplemente la escala de los tiempos, es aplicable a las diversas verdades.

Estas, aunque cambiantes, tienen la misma relación con la realidad que las fotografías instantáneas de que acabamos de hablar, o también que la reflexión de las ondas de un espejo. La imagen es movible y sin embargo, siempre verdadera. En las transformaciones rápidas, lo absoluto de la verdad puede no tener más que una duración de centésima de segundo. Para ciertas verdades morales, la unidad de ese tiempo será la vía de algunas generaciones. Para las verdades que se refieren a la invariabilidad de las especies, la unidad se encontrará representada por millones de años. Así la duración de las verdades varía desde algunas centésimas de segundo a varios millones de siglos. Esto comprueba que una verdad puede ser a un tiempo absoluta y transitoria.

Las precedentes comparaciones exactas desde el punto de vista de las verdades objetivas independientes de nosotros, lo son muchos menos para las certezas subjetivas: concepciones religiosas, políticas y morales, especialmente. Como no contiene más que débiles porciones de realidad, están condicionadas únicamente por la idea que nosotros nos formamos de las cosas, según el tiempo, la raza, el grado de conocimiento y cultura, etc. Es, pues, natural que, variando ellas, la verdad corresponde a los pensamientos y a las necesidades de una época no baste a llenar las de otra época.

La noción de verdad, a la vez estable y efímera, reemplazará seguramente en la filosofía del porvenir a las verdades inmutables de otro tiempo o a las sumarias negaciones del momento actual. De hecho es raro que el ser humano elija libremente sus certezas. Se las impone el ambiente y él sigue las variaciones de éste. Las opiniones y las creencias se modifican por esta razón con cada grupo social.

Los medios que influencian nuestras concepciones pueden varias lentamente, pero acaban siempre por cambiar. La marcha del mundo se puede comparar al curso del un río, éste arrastra moléculas siempre poco más o menos que semejantes, mientras que en la mayor parte de los fenómenos del universo, los de la vida social especialmente, el tiempo arrastra elementos constantemente modificados. Se modifican porque un ser cualquiera, planta, animal, ser humano o sociedad están sometidos a dos fuerzas que obran sin cesar, y que lo transforman gradualmente: los medios pasados de los que la herencia conserva su sello y los medios presentes. Esta doble influencia condiciona toda la vida mental, y por consiguiente las verdades morales y sociales, que son su expresión. Si el tiempo, por ejemplo, precipitara su curso como en las imágenes, la existencia sería de tal modo abreviado que nuestras ideas morales se verían desconcertadas. No durando casi la vida del individuo, éste se interesaría sólo por los de su especie. Un intenso altruismo dominaría todas las relaciones. Si, por el contrario, el tiempo marchara lento  y la existencia durara varios siglos, la característica de los humanos sería un feroz egoísmo.

Diré para concluir que, como todos los fenómenos de la naturaleza, las verdades humanas evolucionan: nacen, crecen y declinan. Por tanto el espíritu humano pasa fácilmente sin verdades, pero no puede vivir sin certezas.