Frecuentemente se confunde la verdad la certeza. Este último término sirve para designar el estado del espíritu que se cree en posesión de la verdad; no hay que hablar de la certeza de una proposición y si a la verdad o a la evidencia debe referirse: la certeza es un estado mental, por tanto podemos decir que es la convicción que tiene el espíritu de que los objetos son tal y como el ser humano los concibe. La simple certeza es una creencia, la verdad es un conocimiento, y antes de conocer una sola verdad la humanidad poseía muchas certezas.
La concepción de la verdad ha
variado considerablemente en el curso de las edades. Para unos fue una
identidad, para otros una utilidad, y una comodidad para otros. A los
escépticos les parece simplemente un error irrefutable en un momento dado. Los
diccionarios descubren claramente esas divergencias. Sus definiciones se
limitan generalmente a considerar a la verdad como cualidad por la cual las
cosas aparecen tales como ellas son, también representa la conformidad del pensamiento
con la realidad, la Real Academia da una definición que compromete poco: “La
verdad -dice- es la realidad de lo que es verdadero”. Si nos referimos luego a
la palabra verdadero, vemos que lo verdadero representa “lo que es conforme a
la verdad”. Tales explicaciones están visiblemente desprovistas de sentido
real. Ganarían los diccionarios en exactitud y claridad si llamaran simplemente
verdad a la idea que nosotros nos formamos de las cosas.
Las definiciones científicas
son más modestas, pero también más precisas. El sabio, dejando aparte las
realidades inaccesibles, considera toda verdad como una relación, generalmente
mensurable, entre dos fenómenos, cuya esencia permanece ignorada. Han sido
precisos no pocos siglos de reflexiones y de esfuerzos para llegar a esta
fórmula. Esta es de aplicación a los conocimientos científicos, no a las
creencias religiosas, políticas o morales. Estas por su origen afectivo,
místico o colectivo, tienen como única base la adhesión que les prestan
aquellos que las aceptan. Se las admite, ya por supuesta evidencia, ya porque
las concepciones contrarias parecen inaceptables, o sobre todo, porque han
obtenido el asentimiento universal, ese asentimiento que se considera como el
solo criterio de las verdades que no son de naturaleza científica.
Los pragmáticos imaginan, sin
embargo, haber descubierto en la utilidad un nuevo criterio de la verdad; y no
es otra cosa que los que nosotros encontramos ventajoso en el orden de nuestro
pensamiento, de igual manera que el bien es sencillamente lo que reputamos
conveniente en el orden de nuestras acciones. Tal definición me parece apenas
admisible. La utilidad y la verdad son nociones claramente distintas. Se puede
aceptar lo que es útil, pero sin confundirlo por eso con la verdad.
En su evolución la verdad fue
en otro tiempo inseparable de la fijeza. Las verdades constituían entidades
inmutables independientes de los tiempos y de los hombres. Esa creencia de la
inmutabilidad de las cosas y de las certezas que de esa inmutabilidad se
derivaron reinó hasta el día en que los progresos de la ciencia las condenaron
a desaparecer. La astronomía mostró que las estrellas, consideradas antes como
inmóviles en el firmamento, corrían por espacio a una velocidad vertiginosa. La
biología probó que las especies vivas, antes consideradas como invariables se
transforman lentamente. El mismo átomo perdió su eternidad y vino a ser un
agregado de fuerzas transitoriamente condesadas.
Antes tales resultados, el
concepto de verdad se halla cada vez más vacilante, hasta el punto de parecer a
muchos pensadores un concepto desprovisto de sentido real. Certezas religiosas,
filosóficas, morales y científicas han ido desplomándose sucesivamente, no
dejando en su lugar más que una sucesión continúa de cosas efímeras. Tal
concepción parece eliminar enteramente la noción de las verdades fijas. Yo,
juzgo, sin embargo, posible conciliar la idea de su carácter transitorio.
Algunos ejemplos muy sencillos bastarán para justificar esta proposición. Es
sabido que la fotografía reproduce el desplazamiento rápido de un cuerpo,
ejemplo el de un caballo a galope, por medio de imágenes, cuya duración de la
impresión es del orden de la centésima de segundo. La imagen así obtenida
representa una fase de movimientos de una verdad absoluta, pero efímera.
Absoluta durante un corto instante, pasa a ser falsa después. Es preciso
reemplazarla, como hace el cine o el video, por otra imagen de valor tan
absoluto como efímero. Esta comparación, modificando simplemente la escala de los
tiempos, es aplicable a las diversas verdades.
Estas, aunque cambiantes,
tienen la misma relación con la realidad que las fotografías instantáneas de
que acabamos de hablar, o también que la reflexión de las ondas de un espejo.
La imagen es movible y sin embargo, siempre verdadera. En las transformaciones
rápidas, lo absoluto de la verdad puede no tener más que una duración de
centésima de segundo. Para ciertas verdades morales, la unidad de ese tiempo
será la vía de algunas generaciones. Para las verdades que se refieren a la
invariabilidad de las especies, la unidad se encontrará representada por
millones de años. Así la duración de las verdades varía desde algunas
centésimas de segundo a varios millones de siglos. Esto comprueba que una
verdad puede ser a un tiempo absoluta y transitoria.
Las precedentes comparaciones
exactas desde el punto de vista de las verdades objetivas independientes de
nosotros, lo son muchos menos para las certezas subjetivas: concepciones
religiosas, políticas y morales, especialmente. Como no contiene más que
débiles porciones de realidad, están condicionadas únicamente por la idea que
nosotros nos formamos de las cosas, según el tiempo, la raza, el grado de
conocimiento y cultura, etc. Es, pues, natural que, variando ellas, la verdad
corresponde a los pensamientos y a las necesidades de una época no baste a
llenar las de otra época.
La noción de verdad, a la vez
estable y efímera, reemplazará seguramente en la filosofía del porvenir a las
verdades inmutables de otro tiempo o a las sumarias negaciones del momento
actual. De hecho es raro que el ser humano elija libremente sus certezas. Se
las impone el ambiente y él sigue las variaciones de éste. Las opiniones y las
creencias se modifican por esta razón con cada grupo social.
Los medios que influencian
nuestras concepciones pueden varias lentamente, pero acaban siempre por
cambiar. La marcha del mundo se puede comparar al curso del un río, éste
arrastra moléculas siempre poco más o menos que semejantes, mientras que en la
mayor parte de los fenómenos del universo, los de la vida social especialmente,
el tiempo arrastra elementos constantemente modificados. Se modifican porque un
ser cualquiera, planta, animal, ser humano o sociedad están sometidos a dos
fuerzas que obran sin cesar, y que lo transforman gradualmente: los medios
pasados de los que la herencia conserva su sello y los medios presentes. Esta
doble influencia condiciona toda la vida mental, y por consiguiente las
verdades morales y sociales, que son su expresión. Si el tiempo, por ejemplo,
precipitara su curso como en las imágenes, la existencia sería de tal modo
abreviado que nuestras ideas morales se verían desconcertadas. No durando casi
la vida del individuo, éste se interesaría sólo por los de su especie. Un intenso
altruismo dominaría todas las relaciones. Si, por el contrario, el tiempo
marchara lento y la existencia durara
varios siglos, la característica de los humanos sería un feroz egoísmo.
Diré para concluir que, como
todos los fenómenos de la naturaleza, las verdades humanas evolucionan: nacen,
crecen y declinan. Por tanto el espíritu humano pasa fácilmente sin verdades,
pero no puede vivir sin certezas.
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